Me resulta difícil no pensar en San Francisco de Asís como alguien “lindo y simpático”. Cuando paseo por mi vecindario veo con frecuencia las estatuas de San Francisco que tienen mis vecinos, estatuas que me miran desde el césped y los arbustos con una sonrisa amistosa. Mientras me imagino cuál podría haber sido el aspecto del santo, no puedo apartar de mi cabeza la imagen de un fraile de dibujos animados con su hábito, su cabello cortado al tazón y un pajarito posado en la mano.
Pero en realidad San Francisco tiene poco de “lindo y simpático” y pensar en él de esa manera es subestimar la intensa historia de su vida. Hijo de un rico comerciante italiano, Francisco era un joven popular y muy aficionado a las fiestas. Cuando Asís le declaró la guerra a una ciudad vecina enemiga, él se unió a las filas de los soldados de su ciudad deseoso de alcanzar nobleza y distinción. Durante la guerra, se libró de la muerte gracias a la riqueza de la familia, ya que los enemigos no lo mataron sino que lo retuvieron prisionero para pedir un rescate por él. La experiencia, a pesar de todo su horror, no impidió que el joven volviera a luchar de nuevo. Y fue mientras marchaba a pelear cuando tuvo una visión de Dios en sueños diciéndole que abandonara la búsqueda de gloria y se replanteara su vida.
Francisco regresó a Asís y comenzó a dedicar más tiempo a la oración. Un día, yendo a caballo, se encontró con un hombre leproso. Aunque la lepra siempre le había causado repulsión, Francisco se sobrepuso al impulso de huir y se sintió obligado a desmontar para besar al hombre, el cual le dio, a su vez, otro beso.
Esta experiencia transformó profundamente al joven Francisco. Tras vencer su temor, se sintió imbuido por la gracia de Dios. Entonces se convirtió en un asceta, se identificó con los pobres y tendió la mano a marginados e incluso a enemigos. Renunció a la riqueza de su familia para seguir a Dios y ayudar a reconstruir su Iglesia. Ahora buscaba a las personas que en otro tiempo había evitado y las servía con alegría, viendo a Dios en el rostro de cada una de ellas. Su firme compromiso de servir a Cristo atrajo a mucha gente hacia él. El fundador de los Franciscanos, la orden femenina de Santa Clara y la orden laica conocida como Orden Tercera de San Francisco nunca quiso en realidad formar una orden religiosa, pero siempre se sintió atraído por la idea de “fraternidad”.
¿Quiénes formaban parte de la fraternidad de Francisco? Esta fraternidad incluía toda la creación de Dios. La visión de Francisco fue evolucionando hasta que él comprendió que todas las cosas creadas —incluidos los animales, la naturaleza y las personas— están hechos por Dios y por lo tanto son reflejo de la bondad divina. Esto se convirtió en un punto clave para Francisco: cuando cuidamos la creación, alabamos a Dios.
En su “Cántico del hermano sol”, una oración lírica, Francisco llama “hermano” y “hermana” a cosas creadas, como el sol y la luna. Le dice a Dios: “Alabado seas, mi Señor”, por cada uno de los dones de la creación.
Aunque Francisco vivió en el siglo XIII, su “Cántico del hermano sol” todavía tiene vigencia y nos sirve de estímulo. El título de la encíclica del Papa Francisco sobre el cuidado de nuestra casa común, “Laudato Si’” , significa “Alabado seas” y es una referencia directa al cántico de Francisco de Asís.
Los dos Franciscos nos invitan a reconocer la creación como una manifestación de la bondad de Dios y a responder con amor cuidando este regalo. Esto es lo que debemos ver, y lo que debemos hacer, cuando vemos esas estatuas que nos miran desde los arbustos.
Cuando conmemoremos la festividad de San Francisco de Asís (4 de octubre), patrón del medio ambiente, recemos para ser capaces de tratar todas las cosas creadas de manera que con nuestros actos digamos: “Alabado seas, Señor”.
Oración por la paz de San Francisco de Asís